Mil almas eternas
se encontraban en un valle de luz. Hacía tiempo se estaban buscando, sin
saberlo. Ninguna se percató de las otras, pero se estaban rozando. Todas tenían frío, todas se sentían
perdidas. Fueron infinitas durante el momento del jolgorio inolvidable, casi invisible y sin movimiento.
Sintieron felicidad en su forma más pura mientras vacilaban en la decisión
sobre el siguiente paso a seguir. Ninguna habló. Reinó el silencio y se podía
percibir el miedo al fracaso y el desconcierto. Nadie pidió permiso. Se fueron
retirando. Primero uno, luego otra y otra y así sucesivamente. Lo que sucedió
en ese valle quedó allí y en las memorias de esas almas, solo contempladas por
la luz de lo imposible, de lo hermoso, lo inalcanzable, lo utópico. Se pensó en
los sueños, en las metas, en los desafíos internos y en cómo nos veríamos de
acá en treinta años. Nadie notó que cada uno tenía un alma de las mágicas del
festín en la palma de su mano, apoyándose sobre el lado izquierdo del pecho,
henchido de dolor e impaciencia.
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